Abandoné a Antonio Lobo Antunes un miércoles de mayo al caer la noche. Sin pensar (o quizá como resultado de la sobre-racionalización habitual), sin querer darle mayor importancia, lo abandoné a su suerte apenas sintiendo un gramo de culpa, otros dos de desfachatez y casi nada de cinismo. Sentí alivio al dejar atrás el lenguaje freudiano, la multitud de voces, el caos linguístico que rompía con todas los formalismos literarios que, después de una hora, me provocó una jaqueca leve y duradera. Ya ni el espresso (mal) cortado pudo apaciguar el sonidito que me taladraba las sienes. Culpo a Antonio Lobo Antunes por la repetición exacerbada de imágenes perturbadoras con tufos siconalistas, solamente por eso.
¿Qué haré cuando todo arda?, me preguntaba.
Tal vez Junot Díaz pueda responder...
¿Qué haré cuando todo arda?, me preguntaba.
Tal vez Junot Díaz pueda responder...
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